María Teresa Rojas, académica Depto. Política Educativa
El estadillo social que vivimos desde el 18 de octubre no lo imaginó nadie. Es cierto. No obstante, el diagnóstico que lo hace posible lleva años en debate, tanto en circuitos académicos y políticos como en las calles a través de la denuncia de distintos movimientos sociales. Y lo más importante, en la realidad que viven a diario las personas del país.
En materia de educación, este diagnóstico es la desigualdad de resultados escolares y las brechas sociales que de ella se derivan. La última vez que volvimos a discutir públicamente sobre desigualdad escolar, fue a propósito de la insistencia de la actual ministra de Educación por reponer la selección de estudiantes en los establecimientos con subvención del Estado. Manifestando su desacuerdo expreso con la Ley de Inclusión Escolar, la ministra intentó insistir con el argumento de la meritocracia para legitimar la separación social de niños y niñas al interior del sistema educativo. Otros actores políticos, académicos y sociales insistieron que la segregación social de las escuelas estaba estrechamente vinculada con la calidad. La solución no es separar más a la población, sino lograr que todos y todas accedan a buenas escuelas. Previamente, el Congreso había aprobado la Ley Aula Segura, una metáfora de la lógica de resolución de problemas de los grupos más conservadores cada vez que existe un conflicto en la escuela. Es decir, frente al conflicto, expulsión de estudiantes y profundización del circuito de violencia. A ello se suma el estado de represión institucionalizada que vive el Instituto Nacional, otro ejemplo de la forma en que el Ejecutivo resuelve problemas cuando se enfrenta a demandas sociales. Todas estas situaciones han sido debatidas, denunciadas y analizadas por distintos actores. Nadie puede decir que no lo sabíamos.
Por otra parte, el proceso de desmunicipalización de las escuelas y la activación de una nueva educación pública gobernada por servicios locales exclusivamente dedicados a la educación, ha sido lento, burocrático y errático. La oportunidad de constituir un sistema educativo público, abierto a toda la comunidad y que sea interesante para las personas de distintos niveles socioeconómicos, parece no estar en las prioridades del actual ejecutivo. La Estrategia Nacional de la Educación Pública presentada hace meses por el ejecutivo ante el Congreso, recibió críticas contundentes de forma transversal, dejando en evidencia la falta de entusiasmo que tiene esta administración con la revitalización de las instituciones públicas.
Pero, por supuesto, el conflicto social que vivimos no es cosa de un solo gobierno. La renuncia a pensar sistemáticamente la desigualdad escolar en Chile tiene larga data. Los gobiernos de la Concertación no alteraron las dinámicas de mercado que sustentan el sistema escolar chileno y que fueron heredadas de la dictadura. La persistencia en mantener la lógica de financiamiento del sistema escolar, sumado a la aprobación del financiamiento compartido a inicios de los años 90, agudizó la segmentación social del sistema escolar. La OCDE lo advertía hacia el 2004 al afirmar en uno de sus informes que el sistema escolar chileno estaba pensado para producir desigualdad. Luego, el año 2006, estalló la revolución pingüina, un movimiento social de envergadura protagonizado por estudiantes, demandando una educación pública de calidad. Pero ello no fue suficiente para que la clase política repensara la matriz de la inequidad escolar. El resultado, por el contrario, fue una Ley General de Educación -LGE- que no alteró las dinámicas de mercado del sistema escolar. Es más, a espaldas del movimiento social, creó una nueva institucionalidad pública, con la Agencia de Calidad como protagonista, que vinculó el financiamiento de las escuelas con los resultados del SIMCE. Es decir, se institucionalizó un sistema de aseguramiento de la calidad que profundiza la competencia, y con ello la compulsión de las escuelas por seleccionar estudiantes que garanticen mejores resultados en el SIMCE. Es decir, el grito de los pingüinos no se tradujo en más justicia escolar.
Lo anterior no significa desconocer que Chile ha avanzado en materia educativa. Tenemos a la población con mayor escolaridad de la historia, una amplia cobertura y mejores condiciones materiales en las escuelas. Pero ello es insuficiente cuando de forma recurrente los resultados académicos indican que el nivel socioeconómico de las familias es el principal indicador que explica las brechas de resultados en el SIMCE y en la PSU. Este es el dato doloroso que no hemos podido intervenir.
La desigualdad de resultados en Chile está profundamente relacionada con la segregación escolar. Esta última no depende solo de las escuelas. Está claro. La segregación residencial es clave en ello. Niños y niñas asisten mayoritariamente a las escuelas de sus barrios o sus comunas. Pero los esfuerzos por pensar la integración social, es decir, lograr que personas de distintos niveles socioeconómicos estemos en las mismas escuelas, han sido escasos y tardíos. La Ley de Inclusión Escolar es uno de ellos, pero insuficiente. No afecta el sistema de financiamiento a la educación y deja afuera a las escuelas privadas pagadas, en un claro gesto de privilegio para las elites del país. Hemos minimizado la importancia de la formación ciudadana y la mixtura social en las escuelas, factores clave en países que poseen bajos índices de conflictividad social. Los conflictos sociales emergen también porque la sociedad no tiene cohesión, espacios de encuentro y de reconocimiento conjunto. En Chile, las escuelas son guetos socioeconómicos en el que es muy difícil encontrarse entre grupos sociales y culturales diversos. Esta separación genera resentimiento, temor al otro y un profundo desconocimiento de las necesidades y deseos de los distintos grupos sociales. A la desigualdad económica y social que existe en el país, el sistema escolar ha añadido la desigualdad educativa entre niños y niñas.
Los y las profesores, a través del Colegio del gremio, han denunciado por años que no cuentan con condiciones para trabajar y educar equitativamente a todos los estudiantes. Junto a sus bajos sueldos, se suman la cantidad de horas frente al aula, el escaso tiempo para preparar su enseñanza, la gran cantidad de niños por sala y la presión agobiadora por mejorar los resultados en la prueba SIMCE, mientras lo que realmente necesitan es apoyo interdisciplinario para enfrentar los graves problemas socioemocionales que manifiestan muchos niños y niñas a diario.
Todo lo anterior lo sabíamos. Son cientos los estudios, informes, tesis, conferencias, artículos, actas en las comisiones del congreso, etc., que avalan que sí lo sabíamos. Pero, lamentablemente, tener diagnósticos claros no desemboca en soluciones políticas profundas. Ha primado por décadas la obstinación y el interés por mantener un sistema educativo mercantil bajo el eslogan de la libertad de enseñanza y de que “cada familia elige la escuela a la que quiere asistir”, escondiendo con este eufemismo la segregación escolar y la desigualdad de resultados escolares. Las familias más pobres y también las de las clases medias chilenas pueden elegir una escuela, es probable. Pero ello no garantiza que accederán a los privilegios sociales y económicos de quienes acceden a la educación privada y de elite en Chile.
En este momento de crisis social es urgente pensar en soluciones de mediano y largo plazo. Los diagnósticos, al menos en educación, son claros. La desigualdad tiene consecuencias y en esta oportunidad estas se han expresado como un gran malestar social. No existe una sola solución, claramente. Pero la evidencia internacional indica que los países menos desiguales socialmente son los que han logrado posicionar a la escuela pública como un espacio de calidad, diversidad e integración social entre distintos grupos sociales. Esto sucede en otros lugares, no es un gran descubrimiento. Y lo sabemos hace años. Ahora es de esperar que tomemos decisiones reales para hacerlo posible.
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